
La versión del ‘Bodegón con cacharros’ (hacia 1650) de Francisco de Zurbarán que posee el Museo del Prado.
Zurbarán, la pintura con el tiempo dentro
El extremeño, nombre fundamental del Barroco español revisado ahora en el Museo de Arte de Cataluña, asentó su originalidad en un lenguaje propio y en un ánimo de trascendencia que continúan atrayendo en pleno siglo XXI
A Francisco de Zurbarán (1598-1664) es posible hallarlo entre los pintores que mejor dieron forma al siglo XVII, cuando el arte mascullaba una modernidad aún por llegar. Este artista, pájaro solitario, contribuyó como pocos a componer el storyboard de un tiempo poderoso y desquiciado, en el que los lienzos igual servían para abrir los cielos que para justificar el poder sin límite de la monarquía.
Encajado entre aquel grupo mágico que encabezó Velázquez, a quien le unió una sincera y perdurable amistad, Zurbarán entintó la superficie caliente del Barroco con el pensamiento religioso de su tiempo, convirtiéndose en el más auténtico y escrupuloso de sus intérpretes. Pintor de la ascesis, de la disciplina monástica y del catolicismo militante, ilustró de manera convincente el ideario proclamado desde los púlpitos y recogido en los libros devocionales.
En la presunta serenidad de su pintura supo alojar Zurbarán ese credo, logrando el punto de quietud e introspección que lo distingue y lo hace distinto a los demás. No hurgó en los detalles truculentos de los mártires y los crucificados y, tal como se puede observar en una de sus obras maestras, el San Serapio del Wadsworth Atheneum Museum, trató de convencer a través de la belleza, escondiendo el más horrible de los tormentos detrás del hábito blanquísimo de los mercedarios.
Junto a ese registro, el pintor –nacido en la localidad extremeña de Fuente de Cantos– aportó una manera más real, más concreta, de asimilar las maravillas de la creación, humildes o magníficas, acorde con los textos de los místicos españoles. Mediante una secreta alquimia que le era exclusiva, transmutó ese naturalismo escrupuloso tan característico de la pintura española del Siglo de Oro y se lanzó a convertir lo cotidiano en sagrado.

‘San Serapio’ (1628), de Francisco de Zurbarán, hoy en el Museo Wadsworth Atheneum, en Hartford, Connecticut, Estados Unidos.
De esta forma, se adentró en la intrincada lana de los corderos, en el brillo de los bordados y las sedas de las mártires, en la aspereza del paño de los hábitos, en la corteza carnosa e imperfecta del limón, en el golpe de luz que diferencia a un bernegal de plata sobredorada de una alcarraza blanca de Triana… En definitiva, Zurbarán escudriñó en toda esa cocina íntima del XVII, tratándole de arrancar a la materia su misterio mudo.
A él cabe adjudicarle, en consecuencia, buena parte del mérito de ensanchar el género del bodegón, ese alerón del arte que algunos consideraron menor, solo decorativo, pero que alberga un capítulo singular de la pintura europea. Hay en sus ejemplos más brillantes un laboratorio de luz, un desafío de realidad, un raro zumo de color. Algo que se intuye y que estrictamente no se ve: un mundo de luces y sombra, el mecanismo de un tiempo dormido.
Junto a este perfil, asoma también otro Zurbarán en Zurbarán: hablamos del pintor de la santidad femenina, pues fijó la imagen sufriente de vírgenes mártires en mujeres reales, tocadas por la gloria divina y envueltas en unas extraordinarias indumentarias que las convertían en iconos devocionales. Las comitentes –damas nobles, por lo general– se revestían con la iconografía de la santa de su onomástica y, también, simbólicamente de sus virtudes.
Se sabe que el éxito de estas representaciones convirtió el obrador del artista en una auténtica factoría para atender la demanda de una clientela devota en Andalucía y en el Nuevo Mundo. El aluvión de encargos hizo imposible que el maestro pudiera asumirlos en su totalidad, por lo que, a partir de modelos y patrones salidos de su mano, los ayudantes ejecutaban todas o algunas de las piezas de las series, con más o menos fidelidad a las ejecutadas directamente por el extremeño.
Aunque pueda resultar extraño en un pintor de temática religiosa –fue un soldado de la Contrarreforma–, los estudios que han abordado la producción de Zurbarán aluden reiteradamente al concepto de verdad. Sus trabajos no engañan, son pura presencia. Suelen persuadir por su absoluto realismo, pero también por el modo sutil e íntimo con que el artista representa los objetos y el espacio en el que se ubican y por la imponente presencia de sus protagonistas.
Sin ser el más virtuoso de los pintores de su tiempo, hoy, de seguro, es uno de los que más misterio despliega, pues todavía hay algo que atrae en esa tensión espiritual que sucede por dentro de sus lienzos. Su originalidad se asienta en un lenguaje propio y en un ánimo de trascendencia. Así puede descubrirse, por ejemplo, en la exposición Zurbarán (sobre)natural, abierta en el Museo de Arte de Cataluña (MNAC) hasta el próximo 29 de junio.

‘San Francisco de Asís según la visión del papa Nicolás V’, ejecutado por Zurbarán entre 1640 y 1645.
Se le ha achacado, a veces, falta de destreza a la hora de integrar las figuras en el espacio, como también cierta torpeza a la hora de fijar la relación de ellas entre sí y con los objetos de sus composiciones. Ocurre, de forma acusada, en algunas de sus representaciones de grupo, que parecen adolecer de falta de conexión, como si se tratase de un collage en el que cada uno de los personajes parece haber sido recortado y superpuesto sobre la tela.
Con todo, Zurbarán fue un pintor intensamente detallista agarrado a un estilo propio que lo distinguió de los demás artistas del Barroco. No fue un lunático, sino un creador acondicionado por innumerables horas de taller, “tan estudioso –escribió el tratadista Antonio Palomino en 1724– que todos los paños los hacía por maniquí y las carnes por el natural, y así hizo cosas maravillosas, siguiendo por este medio la escuela de Caravaggio”.
Precisamente, la filiación caravaggista hizo fortuna en la valoración del artista entre la crítica posterior, si bien pasó un par de siglos instalado en el desván del canon occidental de la pintura, a la sombra de José de Ribera. A modo de paradoja, la fama del pintor en Europa está indisociablemente unida a la invasión de Napoleón en 1808, ya que sus lienzos llegaron a las principales capitales del continente a raíz del expolio perpetrado por las tropas francesas.
Al aproximarse a su fortuna crítica, sorprende cómo un artista vinculado de forma reiterada al espíritu de lo español, fue tan poco conocido aquí hasta las primeras décadas del siglo XX. Hasta entonces, las informaciones existentes sobre su vida y su obra se ceñían a lo que habían escrito los historiadores en el siglo XVIII: el corto texto biográfico de Palomino, las descripciones –tampoco muy extensas– de Ponz y las obras enumeradas por Ceán Bermúdez.

Dos personas observan el lienzo de Zurbarán ‘Santa Casilda’ (hacia 1635), propiedad del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid.
Luego, están las sombras –muchas– de su biografía, que vienen siendo apartadas casi a golpe de exposición. Hoy conocemos, por ejemplo, que sus orígenes son mucho menos modestos de lo que se creía, pues se ha definido que su padre, Luis de Zurbarán, era un comerciante vasco que se estableció en Fuente de Cantos, donde llegó a adquirir varias casas en el centro del pueblo e, incluso, poseer esclavos, signo evidente de su acomodada posición.
Alcanzada la fama por tierras extremeñas, Zurbarán se estableció hacia 1629 en Sevilla, donde se había formado en distintos talleres. Allí le ganó el pulso al gremio de pintores que dirigía Alonso Cano, quien pleiteó para que se sometiera al preceptivo examen para ejercer el oficio. A lo largo de más de una década, el pintor aglutinó los más importantes encargos para decorar iglesias y conventos de la ciudad andaluza y del Nuevo Mundo.
Finalmente, su éxito lo llevó hacia 1658 a Madrid, donde prestó declaración a favor de Velázquez, al “que conoce (…) cuarenta años ha”, para su ingreso en la orden de Santiago. En esta etapa final, cambió por completo la temática de sus obras y reorientó su producción hacia la clientela privada con lienzos de pequeño formato, devocionales y mostrando una dulzura poco habitual en sus años anteriores.
Zurbarán falleció el 27 de agosto de 1664, dejando como herederas a dos hijas de su primer matrimonio, María y Paula. De los bienes que aparecen en él destacan mercaderías, algunos muebles de cierta calidad, paisajes y lienzos preparados para pintar y bastantes estampas, elemento muy preciado a lo largo de su carrera debido al recurrente uso que hizo de ellas. Probablemente murió sin ver cumplido su deseo más secreto: ser nombrado pintor de cámara del rey.