
El filósofo Julián Marías
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Las memorias del filósofo madrileño, un ejemplo de independencia de criterio y lealtad a principios sociales y políticos ajenos a la abyección del sectarismo, muestran a un personaje que, desde la República hasta la Transición, defendió el sentido común y la mejor tradición cultural española
“Si me preguntaran hoy cuál es la dolencia más grave de la vida intelectual en nuestro tiempo, después de pensarlo mucho diría que el haber ido dejando de ser vida”. Así empieza uno de los muchos capítulos incitantes y luminosos de Una vida presente (1988), las memorias de Julián Marías, el filósofo que en un determinado momento de la historia cultural española pasó a ser el padre de Javier Marías, quedando en un segundo plano que por otra parte a él tampoco parecía incomodarle demasiado. Por ello muchos lectores de mi generación nunca se habían acercado a su figura, que nuestros maîtres-à-mépriser de la generación del 50 nos habían enseñado a mirar con cierta sorna, apenas como el fiel escudero de su maestro Ortega y Gasset.
Pero como diría Eliot, time the distroyer is time the preserver y el pasado no deja de transformarse y reordenarse constantemente, como una marea que devolviera los restos de un naufragio. Julián Marías es una especie de intelectual que en España suele quedar eclipsado por su independencia ideológica y su renuencia a formar parte de lo que él mismo llamó el “espíritu de abyección” que desde la invasión napoleónica creó las dos Españas irreconciliables. La tragedia de ilustrados como Jovellanos o Moratín –cuya obra leyó Marías con enorme acuidad– consistió en que, al mismo tiempo que les resultaba imposible abrazar la causa de la modernidad republicana sin claudicar frente al invasor, tampoco podían defender la independencia nacional sin aliarse con los ultramontanos que gritaban “¡Viva las caenas”! El desafío de tomar parte sin hacerle el juego a los peores ha sido desde entonces la base del equilibrismo moral y político que solo muy pocos actores públicos han conseguido mantener bajo la tormenta de fanatismo que una y otra vez nos castiga.

'Una vida presente'
La genealogía de la abyección que de alguna manera dibuja Julián Marías en sus memorias y en muchos de sus ensayos desciende hasta el enconamiento en el siglo XX entre fascistas y comunistas. El filósofo no dejó de lamentarse nunca de que, a pesar de las escasísima o nula representación que unos y otros tenían en el Congreso durante la Segunda República, la guerra civil terminara siendo un enfrentamiento instigado por esos dos bandos. De acuerdo con su testimonio, a la inicial euforia por la República le siguió muy pronto la consigna de que “cuanto mejor peor” y el consecuente hostigamiento del otro, una operación primeramente verbal y mental que confluyó desde dos puntos de vista que se fueron haciendo convergentes: el clasismo y el anticlericalismo.
Los partidos republicanos, por su parte, no supieron mantener viva la ilusión por el nuevo régimen, anclados en la retórica burguesa del siglo XIX, lastrados por viejos tópicos –vago federalismo, afición a las sociedades secretas, un mal entendido liberalismo que se traducía en una desconfianza sistemática hacia el Estado– que impulsaron a los más jóvenes hacia los extremos. La derecha nunca se dignó aplaudir, recuerda Marías, los indudables logros del primer gobierno republicano, por ejemplo en materia de educación. Y luego la izquierda se negó a aceptar la legitimidad de la derecha para participar en la cosa pública. En ese sentido, Marías hace una observación esencial y absolutamente vigente para nuestra época: “A la República le pertenecía la legitimidad, a lo cual yo era muy sensible; pero tenía un ejemplar de la Constitución, con la cubierta tricolor, y había ido señalando en rojo los artículos que el gobierno había violado; por aquellas fechas estaba ya llena de señales rojas”.

'La Guerra Civil'
Marías insiste una y otra vez en el carácter gris de lo civil, su condición neutra y negativa, opuesta a la policromía militar y eclesiástica, algo que a su juicio contribuyó a su pérdida de atractivo. En un ensayo espléndido titulado 'El español', comentó el filósofo: “No se ha sabido nunca –en España, en 1931, desde luego no se supo– crear una imagen afirmativa y atractiva de la condición civil (y civilizada), de la libertad y la convivencia”. El resultado de ello fue la absoluta politización de la vida en todos sus estratos. Como observó en otro ensayo estupendo, 'La guerra civil, ¿cómo pudo ocurrir?': “La infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a meros rótulos o etiquetas, destinados a desencadenar reflejos automáticos, elementales, toscos. Se produjo una tendencia a la abstracción, a la deshumanización, condición necesaria de la violencia generalizada”.
Frente a ese espanto, hizo su aparición estelar el mito de la revolución, con su maniqueísmo entre proletarios y burgueses, “la intranquilidad, la amenaza, el anuncio de desahucio inminente”, todo reflejado en una prensa canallesca, tremendamente enconada, que había pervertido el lenguaje hasta extremos insospechados. Y así, con una mezcla de pereza, desidia, frivolidad e irresponsabilidad, se empezó a perder el respeto a la vida humana. Marías observa con dolorosa perspicacia que “el español ha sido siempre –y es todavía– uno de los hombres más fácilmente dispuestos a jugarse la vida; la historia entera de España lo atestigua. Pero tiene cierta pereza para jugarse algo que sea menos que la vida”.

'España inteligible'
Y eso es justamente lo que hizo Julián Marías, desde la República hasta la Transición, en defensa del valor civil, del sentido común, de la verdad, de la tradición cultural, con una obstinación y un tesón admirables. Durante la guerra, se quedó al lado de la República, aunque no se engañó con respecto a sus tremendos errores. De hecho, suya es la frase que mejor define el conflicto: “Los justamente vencidos por los injustamente vencedores”. El relato, en sus memorias, de cómo atendió y cuidó hasta el final a Julián Besteiro, ejemplo de dignidad e integridad moral, es uno de los testimonios más bellos, lúcidos y ejemplares que nos han quedado de la guerra.
Mi generación, nacida con la democracia, tuvo como abuelos intelectuales a la generación del 50, un grupo –algunos de ellos pertenecían por familia al bando franquista– que despertó en la edad adulta con un sentimiento, por supuesto comprensible, de rencor y “conciencia engañada”, para decirlo con Gil de Biedma. Su relación con lo público fue siempre suspicaz y hostil, cuando no fatalista o desencantado. En las novelas de Juan Benet, por ejemplo, la posguerra se traduce en la metáfora de un largo invierno interminable en el que Perséfone, diosa de la primavera, parece que no va a salir nunca del Hades. Sánchez Ferlosio comentó en sus pecios que la motivación de su escritura nacía de la ilusión de que alguna vez, en alguna parte, hubiera habido quizá “un mundo”. En la poesía civil de Gil de Biedma o de Barral también se creó el espejismo de una virtualidad política que el franquismo, una y otra vez, ahogaba. En las novelas de Juan Marsé, “los hombres de hierro, forjados en tantas batallas”, sueñan como niños. En conjunto, el panorama que nos legaron fue el de un paisaje con ruinas.

'Ortega. Circunstancia y vocación'
Las generaciones anteriores, en cambio, las que van del 98 hasta el propio Marías, pasando por Ortega, Azaña o Juan Ramón Jiménez, estuvieron determinadas por lo que grosso modo se ha conocido como el regeneracionismo, una esperanza en la posibilidad real de transformar el país que curiosamente no desapareció ni siquiera tras la guerra civil. Marías cuenta cómo uno de sus hijos, hablándole de alguien que había conocido, les dijo: “Parece de vuestra generación, tiene un gran entusiasmo”. Y eso es lo hoy nos sorprende y admira de una gente que, habiendo sufrido episodios terribles –guerras, delaciones, cárcel, exilio, carestías– no se permitió caer en el cinismo ni en la amargura, tampoco en la incredulidad sistemática, manteniendo la ilusión, no de un mundo imposible y siempre postergado, sino simple y llanamente de aquel en el que vivían.
En ese sentido, la terca y constante labor de restauración que Julián Marías llevó a cabo durante la posguerra, después de haber sufrido cárcel por la delación de un amigo, expulsado de la Universidad, suspendido en su tesis doctoral por un tribunal de payasos histéricos, formando al mismo tiempo una familia con su mujer, Lolita Franco, resulta hoy encomiable y conmovedora. En un país donde tantas veces la admiración limpia y desinteresada brilla por su ausencia, emociona, para empezar, la lealtad que Marías demostró siempre a su maestro Ortega, colaborando con él durante los años cuarenta en distintas empresas –la fundación del Instituto de Humanidades, la traducción de Teoría del lenguaje de Karl Bühler, con el ejemplar único y desvencijado del filósofo– y luego defendiendo su obra, contra los ataques obsesivos y sistemáticos de comunistas y fascistas, en artículos, ensayos y conferencias, manteniendo viva la transmisión, a despecho de la dictadura, con una fe y un agradecimiento inagotables. (Continuará)