En invierno de 2005, cuando estudiaba en Londres, mi padre vino a visitarme unos días y me llevó a comprar películas y discos de música clásica a su megastore favorita, la tienda HMV de Oxford Street, que yo siempre recordaré por el logo del perrito escuchando un gramófono de disco de cuerda. A mi padre, melómano y nostálgico empedernido, le encantaba llevarme a los sitios a los que iba él de joven (estaba en Inglaterra cuando los Beatles estrenaron All You Need is Love), fuera a comprar vinilos o a beber una cerveza.

Recuerdo que esa vez regresé a mi cuarto-cápsula en una residencia universitaria de Chelsea con los CD de la Música Para Los Reales Fuegos Artificiales, de G. F. Händel, las Variaciones Goldberg, de J. S. Bach, y el DVD de Barry Lyndon, de Stanley Kubrick, un peliculón que no debía perderme, según mi padre, a pesar de que duraba tres horas y era bastante oscura, porque estaba filmada con luz natural. Le hice caso y esa misma noche la miré en mi ordenador portátil, no tumbada en la cama (me hubiera quedado frita), sino sentada en la incómoda silla de mi pupitre, de la que no me despegué hasta las tantas de la noche.

Dios mío, ¡cómo la disfruté! No solo por la historia y sus personajes —el protagonista es un joven estafador irlandés que acaba convertido en un cínico —sino porque durante tres horas me llevó de viaje por una Europa majestuosa y en guerra (la trama transcurre durante la Guerra de los Siete Años, que enfrentó principalmente a Gran Bretaña y Prusia contra Francia por la supremacía colonial en América del Norte e India entre 1756 y finales de 1763​) y me hizo entender lo privilegiada que era por haber nacido en la Unión Europea en tiempos de paz y estar ahí, con mis 23 añitos, estudiando en Londres sin necesidad de visados o permisos, ni el miedo a que estallara un conflicto en el país de al lado.

Así nos educaron en los 90: la Unión Europea era nuestro país, nuestra esperanza, nuestro futuro. Y no al nivel de Miguel, el camarero palurdo de Barcelona que trabaja en el hotel de Faulty Towers y no se enteraba de nada, sino de igual a igual. Erasmus. Todos éramos europeos por igual.

Hoy las cosas han cambiado. Para empezar, Gran Bretaña ya no forma parte de la UE (ellos se lo pierden). En segundo lugar, las diferencias entre países europeos, del norte y del sur, ricos y pobres, industrializados y de servicios, siguen siendo enormes; el auge de la ultraderecha, con sus ideas ultranacionalistas, ultraliberales y antiinmigración, que quieren destruir la identidad europea; la pérdida de autoridad política y moral de Bruselas ante lo que ocurre en EEUU, Rusia o Gaza; etcétera.

“Desde que la UE ha aceptado que la Comisión fuera el verdadero gobierno de Europa, ha elegido la 'no-existencia' política. Europa es ahora un 'no sujeto'”, constató Sami Naïr, catedrático de Ciencias Políticas y exdiputado europeo (1997-2004) en una conferencia celebrada el pasado 10 de junio en el Palau Macaya bajo el título ¿Tiene futuro político la Unión Europea?

Según Naïr, la UE ha perdido la batalla en uno de los objetivos que más se hablaba en las negociaciones de los tratados de Maastricht (1992), el de convertir Europa en un actor internacional estratégico, tanto a nivel político como económico. Sin embargo, no ha perdido la fe en su supervivencia y exige a los estados integrantes que abandonen sus intereses y luchen por construir un proyecto realmente comunitario.

“La construcción de la UE es probablemente la idea, la más grande, la más profunda, la más inteligente, que los europeos han elaborado en siglos. Una idea que empezó a gestarse con la Ilustración, en el siglo XVIII, la de construir un conjunto más allá de los conflictos históricos y las diferencias de identidad”, dijo. “Las amenazas contra este proyecto nunca han sido tan graves e importantes como hoy en día, por eso la fe en él sigue siendo fundamental”.